(Mi PETiT) HOMENAJE A MUELLE
LA CiUDAD COMO MUSEO
(Mi PETiT) HOMENAJE A MUELLE
LA CiUDAD COMO MUSEO
Han pasado más de 30 años desde que un chaval del barrio de Campamento decidiera comunicarse estampando su firma por las calles de Madrid. Con la sencilla palabra “Muelle”, adornada con una flecha y la típica “r” de copyright, Juan Carlos Argüello Garzo, despertó tanta curiosidad como escándalo en plena eclosión de la Movida, en el Madrid de los 80. Hoy, Martes 30 de junio de 2015, se cumplen 2 décadas de su temprana muerte, a la edad de 29 años, y los vestigios de este artista pionero, que abrió el camino del grafiti en España, y creó escuela con un estilo único, emulado hasta la saciedad, luchan por sobrevivir en una ciudad mutante de cuya evolución cultural y social fue testigo y parte activa. Tanto, que de vez en cuando asoma una de sus rúbricas, escondida bajo capas de pintura o carteles, tras demoliciones o lavados de cara urbanos, sorprendiendo al viandante, que si conoce su historia, agradece por una vez que el tiempo ni cure ni borre todo.
Lo suyo fue espontáneo, y aunque no tuvo nada que ver con la corriente grafitera que por entonces se respiraba en la city de referencia, Nueva York, Argüello supo entender las claves de esa disciplina: anonimato, originalidad, repetición y sorpresa. En la década de los 80, fue el hip hop el que expandió el grafiti por Europa, pero en España, mucho más centrada en el cambio que en nuevos estilos musicales, no llegó a calar. De hecho, el por entonces adolescente Argüello, nacido en el 66, le daba al punk rock con su banda Salida de emergencia, hasta que un buen día buscando otra forma de expresión, decidió compartir con el mundo su mote de escuela (al parecer porque customizó su bici con un enorme muelle de amortiguador). Sin saberlo, Garzo había seguido la estela de los primeros grafiteros, que en los años 60 plagaron las calles neoyorkinas con sus nombres y pseudónimos para marcar territorio.
Juan Carlos empezó tímidamente en su barrio en 1984, con discretas versiones de rotulador, para acabar abarrotando las paredes del Madrid más emblemático con un “Muelle” de aerosol, que mantenía intrigada a la población, y a la policía, que interpretó aquellas rúbricas como la manera en que una red de narcotraficantes delimitaba su campo de acción. En medio de la vorágine de mensajes que se lanzaban a la calle, entre letras de canciones, vallas publicitarias, neones y pintadas políticas, aquel “logo” insistente, y con el tiempo, omnipresente, consiguió llamar la atención, y como él mismo dijo, “ser antídoto ante el bombardeo de imágenes de la capital”. De hecho, llegó un momento en que era imposible pasear por Madrid sin cruzarse varias veces con la palabra “Muelle” (que temiendo un plagio comercial había registrado en 1985), en ubicaciones meticulosamente elegidas para una disciplina callejera que provocaba rechazo y admiración por igual, y que empezó a ser imitada por decenas de “escritores”, que remataban la faena con la misma punta de flecha que Juan Carlos. Entre ellos, se encontraban Rafita, Glub o Bleck, bautizados como los flecheros. Había nacido el grafiti autóctono madrileño.
Con los años, la obra de Garzo fue mutando, dejando atrás su arranque rudimentario para probar nuevas técnicas, acabados, volúmenes, colores y dimensiones. De gamberro, pasó a ser un mito, una especie de héroe que con nocturnidad y alevosía clamaba en el ladrillo urbano. Su influencia era más que notable, y parece que fueron varias las marcas que le tiraron los tejos aunque él nunca sucumbió. Se dice, se cuenta, se rumorea que una conocida fábrica de colchones le llegó a ofrecer 5 millones de pesetas que Muelle rechazó para disgusto de su madre, que tuvo que conformarse con que la obra de su hijo, antes acto vandálico, entrara poco a poco en la ruta del arte “convencional”.
Muelle consiguió participar en ARCO 87 con la Galería Estiarte el mismo año en que la policía le multó con 2.500 pesetas al pillarle “ilustrando” la estatua del Oso y el Madroño en su nueva ubicación. Sus intervenciones, aunque cada vez más reconocidas, seguían siendo ilegales, y la persecución de ese artista del espacio público, lejos de frenar sus pasos, los alentó. Fue una época curiosa, pues la autoridad lo mismo le detenía para llevarle a comisaría, que para pedirle un autógrafo, y tras los problemas con la “legalidad”, llegó un intento de comprensión mal disimulado, y la hipócrita inclusión de su rúbrica, una década después y sin su consentimiento, en las imágenes que presumían de la modernidad de la capital. También en 1992, los que antes le habían juzgado le encargaron por 100.000 pesetas, decorar un escenario para las Fiestas de Carnaval del Círculo de Bellas Artes, y curiosamente, mientras el resto de su obra moría por naturaleza, aquel mural, que pudo volver a verse hace 2 años en el Mulafest, iba ganando valor como una de las pocas obras vivas del escritor urbano.
Su huella, aunque efímera por naturaleza y fuera del circuito oficial de lo que se consideraba cultura, ganaba así la batalla a la falta de entendimiento de ciudadanos y gestores, pero lo hizo, tal vez demasiado tarde. En 1993, con más de una década de actividad, Juan Carlos tiró la toalla al sentir que su mensaje se había agotado. Apenas 2 años después, el 30 de junio de 1995, “Muelle” murió de un fulminante cáncer de hígado, sin tiempo para ver la consagración definitiva del arte que tanto había defendido, por la Tate Modern de Londres, que inauguró en 2008 una exposición con la obra de los principales creadores de Street Art (entre ellos, los brasileños Os Gemeos, el italiano Blu, el francés JR y los españoles Sixe y Nuria Mora).
En 2012, tras los envites urbanísticos, inmobiliarios y climatológicos apareció otra de sus pintadas, o más bien lo que quedaba de ella, en un edificio medio derruido de otra calle tan histórica como su firma, Montera. El descubrimiento se convirtió en todo un símbolo pues sus más fervientes defensores intentaron, sin éxito (de momento), que fuera declarado Bien de Interés Cultural, pero al menos, la Dirección General de Patrimonio Histórico de la Comunidad de Madrid reconoció su valor cultural e histórico, y se comprometió a preservarlo.
Todos fueron herederos de Argüello, como E100ink, Suso33, o Borondo, con estilos y temáticas que han evolucionado como nuestra ciudad y los que la habitan, buscando nuevas formas que sorprendan como lo hizo aquel joven de barrio hace 4 décadas. Hoy, sus seguidores comparten en internet fotos y ubicación de cada nueva aparición de una obra que sigue removiendo, comunicando y cumpliendo el objetivo que él mismo explicó: “Cuando pintas olvidas que eres masa, y regalas a la gente un poco de ti mismo”.
(De Lidia Martín, el 30 de junio de 2015)
PD (nº1) callejera: Desde 2010, Fernando Figueroa y Elena Gayo, estudiosos, restauradores y compiladores de obra gráfica callejera, luchan por la protección de la firma para que la Comunidad de Madrid la considere un Bien de Interés Cultural. Más info en su blog OBJETiVO MUELLE (también en Facebook); y en el Facebook póstumo de Muelle®.
PD (nº2) bibliográfica: En 2010, Jorge Gómez Soto publicó el libro Yo conocí a Muelle, finalista del Premio Gran Angular 2009, que retrata el mundo del grafiti en Madrid con la historia de 2 “escritores” admiradores de la obra de Muelle. Y en 2013, el escritor, académico y periodista, Arturo Pérez-Reverte, dedicó su novela El francotirador paciente al arte del grafiti, y por supuesto, a los flecheros madrileños.
PD (nº3) administrativa: La Oficina de Gestión de Muros pone en contacto a artistas urbanos con vecinos que aprecian este arte y lo quieren en sus paredes ofreciendo el mejor lienzo para obras de gran formato. Junto a ella, espacios como La Tabacalera, El Campo de la Cebada, o el precursor huerto urbano Esta es una plaza!, han ayudado al grafiti a seguir vivo, libre y más espectacular que nunca.
[Volver a Mi Petit Pinacoteca, Callejero o Blogosfera]
Han pasado más de 30 años desde que un chaval del barrio de Campamento decidiera comunicarse estampando su firma por las calles de Madrid. Con la sencilla palabra “Muelle”, adornada con una flecha y la típica “r” de copyright, Juan Carlos Argüello Garzo, despertó tanta curiosidad como escándalo en plena eclosión de la Movida, en el Madrid de los 80. Hoy, Martes 30 de junio de 2015, se cumplen 2 décadas de su temprana muerte, a la edad de 29 años, y los vestigios de este artista pionero, que abrió el camino del grafiti en España, y creó escuela con un estilo único, emulado hasta la saciedad, luchan por sobrevivir en una ciudad mutante de cuya evolución cultural y social fue testigo y parte activa. Tanto, que de vez en cuando asoma una de sus rúbricas, escondida bajo capas de pintura o carteles, tras demoliciones o lavados de cara urbanos, sorprendiendo al viandante, que si conoce su historia, agradece por una vez que el tiempo ni cure ni borre todo.
Lo suyo fue espontáneo, y aunque no tuvo nada que ver con la corriente grafitera que por entonces se respiraba en la city de referencia, Nueva York, Argüello supo entender las claves de esa disciplina: anonimato, originalidad, repetición y sorpresa. En la década de los 80, fue el hip hop el que expandió el grafiti por Europa, pero en España, mucho más centrada en el cambio que en nuevos estilos musicales, no llegó a calar. De hecho, el por entonces adolescente Argüello, nacido en el 66, le daba al punk rock con su banda Salida de emergencia, hasta que un buen día buscando otra forma de expresión, decidió compartir con el mundo su mote de escuela (al parecer porque customizó su bici con un enorme muelle de amortiguador). Sin saberlo, Garzo había seguido la estela de los primeros grafiteros, que en los años 60 plagaron las calles neoyorkinas con sus nombres y pseudónimos para marcar territorio.
Juan Carlos empezó tímidamente en su barrio en 1984, con discretas versiones de rotulador, para acabar abarrotando las paredes del Madrid más emblemático con un “Muelle” de aerosol, que mantenía intrigada a la población, y a la policía, que interpretó aquellas rúbricas como la manera en que una red de narcotraficantes delimitaba su campo de acción. En medio de la vorágine de mensajes que se lanzaban a la calle, entre letras de canciones, vallas publicitarias, neones y pintadas políticas, aquel “logo” insistente, y con el tiempo, omnipresente, consiguió llamar la atención, y como él mismo dijo, “ser antídoto ante el bombardeo de imágenes de la capital”. De hecho, llegó un momento en que era imposible pasear por Madrid sin cruzarse varias veces con la palabra “Muelle” (que temiendo un plagio comercial había registrado en 1985), en ubicaciones meticulosamente elegidas para una disciplina callejera que provocaba rechazo y admiración por igual, y que empezó a ser imitada por decenas de “escritores”, que remataban la faena con la misma punta de flecha que Juan Carlos. Entre ellos, se encontraban Rafita, Glub o Bleck, bautizados como los flecheros. Había nacido el grafiti autóctono madrileño.
Con los años, la obra de Garzo fue mutando, dejando atrás su arranque rudimentario para probar nuevas técnicas, acabados, volúmenes, colores y dimensiones. De gamberro, pasó a ser un mito, una especie de héroe que con nocturnidad y alevosía clamaba en el ladrillo urbano. Su influencia era más que notable, y parece que fueron varias las marcas que le tiraron los tejos aunque él nunca sucumbió. Se dice, se cuenta, se rumorea que una conocida fábrica de colchones le llegó a ofrecer 5 millones de pesetas que Muelle rechazó para disgusto de su madre, que tuvo que conformarse con que la obra de su hijo, antes acto vandálico, entrara poco a poco en la ruta del arte “convencional”.
Muelle consiguió participar en ARCO 87 con la Galería Estiarte el mismo año en que la policía le multó con 2.500 pesetas al pillarle “ilustrando” la estatua del Oso y el Madroño en su nueva ubicación. Sus intervenciones, aunque cada vez más reconocidas, seguían siendo ilegales, y la persecución de ese artista del espacio público, lejos de frenar sus pasos, los alentó. Fue una época curiosa, pues la autoridad lo mismo le detenía para llevarle a comisaría, que para pedirle un autógrafo, y tras los problemas con la “legalidad”, llegó un intento de comprensión mal disimulado, y la hipócrita inclusión de su rúbrica, una década después y sin su consentimiento, en las imágenes que presumían de la modernidad de la capital. También en 1992, los que antes le habían juzgado le encargaron por 100.000 pesetas, decorar un escenario para las Fiestas de Carnaval del Círculo de Bellas Artes, y curiosamente, mientras el resto de su obra moría por naturaleza, aquel mural, que pudo volver a verse hace 2 años en el Mulafest, iba ganando valor como una de las pocas obras vivas del escritor urbano.
Su huella, aunque efímera por naturaleza y fuera del circuito oficial de lo que se consideraba cultura, ganaba así la batalla a la falta de entendimiento de ciudadanos y gestores, pero lo hizo, tal vez demasiado tarde. En 1993, con más de una década de actividad, Juan Carlos tiró la toalla al sentir que su mensaje se había agotado. Apenas 2 años después, el 30 de junio de 1995, “Muelle” murió de un fulminante cáncer de hígado, sin tiempo para ver la consagración definitiva del arte que tanto había defendido, por la Tate Modern de Londres, que inauguró en 2008 una exposición con la obra de los principales creadores de Street Art (entre ellos, los brasileños Os Gemeos, el italiano Blu, el francés JR y los españoles Sixe y Nuria Mora).
En 2012, tras los envites urbanísticos, inmobiliarios y climatológicos apareció otra de sus pintadas, o más bien lo que quedaba de ella, en un edificio medio derruido de otra calle tan histórica como su firma, Montera. El descubrimiento se convirtió en todo un símbolo pues sus más fervientes defensores intentaron, sin éxito (de momento), que fuera declarado Bien de Interés Cultural, pero al menos, la Dirección General de Patrimonio Histórico de la Comunidad de Madrid reconoció su valor cultural e histórico, y se comprometió a preservarlo.
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